Las cinco escritoras españolas que agitan la literatura
Enfocan los puntos ciegos de la literatura, se expían y denuncian. Indagamos en la letra pequeña de las escritoras del momento.
"Hubo una época en la que el sexo era sexo y la política, política. Luego las cosas se mezclaron". Las palabras de Aixa de la Cruz acordonan el camino que todas han encontrado. En sus libros, el cuerpo de la mujer se convierte, como espera Cristina Morales, en "territorio de emancipación". Solo María Sánchez se desvía. Ella busca la autonomía para quienes viven la tierra. Las mujeres del campo nunca han escrito sobre sí mismas. Quienes han relatado lo rural eran hombres de la ciudad que lo observaban tras el bucolismo y la novedad. Les empezaba a tocar a ellas.
En sus novelas, Nuria Labari asea la prosa y Eva Baltasar la moldea. Ella y De la Cruz, ahora en ensayo, narran la homosexualidad y las consecuencias de marcar la distancia con quienes están cerca. Los puentes entre madres e hijas solo esquivan a Morales, que, con De la Cruz, retrata con elegancia una violencia que no hace ruido, hipotensa. La vasca se planta con Labari frente la universalidad de lo masculino y ella, con Sánchez, pelea con lavadoras, oficinas, cabras e hijas en busca de tiempo para el teclado. Y claro que ahora escriben más mujeres que nunca. "Entre 1882 y 1910 solo 36 mujeres finalizaron sus licenciaturas", razona Labari. "Hemos tomado la palabra porque somos más las que podemos hacerlo. El silencio de las mujeres es la extrañeza cuyas causas debemos analizar".

Escribe que la ideología es un velo sobre la verdad, que no hay universo sin dolor, que los muros que protegieron son los mismos que encerraron y que la maternidad es un cuchillo sin empuñadura. Nuria Labari remacha con aforismos La mejor madre del mundo (Ed. Literatura Random House). En capítulos breves, su protagonista, Mujer, se pelea con el tiempo y la escritura antes, durante y después de ser madre por fecundación in vitro. No sabe si la maternidad parte de su impulso o del de la sociedad. "Ser dueños de nuestros deseos es complejo", apunta. "Algunos, como la maternidad o el amor romántico, nos los graban a fuego desde pequeños (muy especialmente desde pequeñas). Ella trata de distinguir qué hay de deseo y qué de deber ser en sus ganas de maternidad". Labari escribe sobre "cómos nos sobreponemos las madres a nuestros hijos", apunta a los baches políticos de la crianza ("la vejez y la infancia son las dos etapas de mayor vulnerabilidad, pero los niños no reciben ayudas económicas") y observa la sección de "higiene íntima" en la que, si la literatura fuera una droguería, se convierte cualquier cosa que huela a "experiencia femenina". No es, aclara, una novela confesional. El germen biográfico excede la ficción. Por ella pasean Rilke, Yeats, Gornick y Rosa Montero. Escribe, dice, como Goethe: para la humanidad. "Hemos estado calladas mucho tiempo y, ahora que escribimos, creo que debemos aspirar siempre a lo universal".

La escritura alivia o cuestiona. A Aixa de la Cruz la purga. Sobre el teclado hace "sesiones de psicoanálisis y espiritismo". La bilbaína no encuentra las fronteras entre la crónica y la novela porque en la escritura hay recuerdo y en el recuerdo, imaginación. "Lo que emerge tras elegir qué contamos", explica, "es tan ficcional como si los hechos fueran por completo inventados". Pero cuando ella hace memoria, se expía. En Cambiar de idea (Ed. Caballo de Troya), la primera obra en la que se muestra en primera persona, la escritora repasa las esquinas de la sexualidad, el dolor y la misoginia. Se culpa por la violación que no detuvo. Denuncia su inacción. También, el acoso que ella llevó a cabo. Hay drogas, Leonard Cohen, críticas al feminismo "ingenuo y esencialista que cree en el poder reformador de las mujeres por el mero hecho de ser mujeres" y una epifanía en una peluquería de Sevilla. Las páginas pasan rápidas, casi abanican, y la vulnerabilidad que asume De la Cruz abruma. Los años que pasó intentando odiar a su madre "por nimiedades", su rechazo al "biopadre" desaparecido y el empeño que de niña tenía por dejar de ser mujer se cruzan aquí como las ideas en el hilo del pensamiento. "No hay manera de enfrentarse a lo nuevo", escribe, "sin compararlo con lo conocido".

Aún le sorprende que le concedieran el Herralde. "Lo último en lo que pensaba era en un premio. Otra editorial tenía la novela y no iba a ver la luz. No te puedo decir más porque hay consecuencias legales. Esto es la metacensura. Pero no hay que ocultar que ciertos sectores del mundo editorial español, y muy poderosos, censuran". En Lectura fácil (Ed. Anagrama), la obra que fue hacia la luz, cuatro mujeres conviven en un piso tutelado de Barcelona. Les aseguran que necesitan vigilancia. Un cuarteto de discapacitadas no puede vivir a sus anchas en la ciudad. Sus tareas están definidas: una debe asistir a clases de danza, otra debe controlar los gastos comunes, Àngels tiene que escribir sus memorias y Marga debe comenzar a olvidarse del sexo. No puede acostarse con cualquiera. Sus tutoras se plantean esterilizarla. Por si acaso. Los grupos anarquistas que frecuentan no son un bufé libre de sexo. Ella es quien dice que "darme cuenta de las cosas y tener esta depresión es lo mejor que me ha pasado en la vida". Tras su alivio, Morales ha escondido, explica, la catalogación humana a través de las instituciones. "Su situación no es fruto de la depresión, sino de la opresión. Está sometida. La superpatologización de nuestras miserias las despolitiza para que no indaguemos en las causas". La granadina retoma la revolución "de gozo y placer" que construye el anarcofeminismo de María Galindo. Morales escribe el cuerpo de la mujer como territorio de emancipación.

Pasa la mitad de la semana en una furgoneta. Recorre ochenta y cinco puntos de trabajo entre España y Portugal. Desde Córdoba ella viene y va. Los días de oficina le agotan más que la carretera. Hoy ha hecho mil kilómetros. Sabe que esto no va a ser para toda la vida. Ahora no tiene hijos, puede entrar y salir, conserva fuerzas y ganas. Ser veterinaria de ganaderías llegará a su fin. Mientras dure, escribirá sobre ello. Y sobre ellas. Sobre las mujeres del campo. Teme que lo que no se nombra se pierda. En Tierra de mujeres (Ed. Seix Barral), las entiende y protege a través de su abuela y su madre. "Hasta hace poco no la soportaba, me parecía machista, no entendía su comportamiento. Pero es que tienes que conocer a las personas. Tenía que entender que a su hermano se lo dieron todo y que ella con doce años tenía que ir al olivar a recoger aceitunas y que su única liberación fue casarse con mi padre porque así se fue de casa y del pueblo. No le puedo echar eso en cara, sino comprender y apoyar". Entiende que los ritmos de los feminismos de ciudad no se pueden exigir al campo, que las varas se deben ajustar y que alguien tiene que despejar el camino. "En la ciudad sales a la calle", apunta, "y nadie te reconoce. En el pueblo no puedes dejar de existir". Escribe limpio, sin dobleces. Desde el campo, para el campo, narra recuerdos, denuncia y quiebra el silencio.

La protagonista de Permafrost (Ed. Literatura Random House) está a punto de salir ardiendo. Tras licenciarse en Bellas Artes, enlaza trabajos por Europa y convierte a sus potenciales amigas en amantes con caducidad. Le va a quemar la velocidad con la que gasta la vida y su propio permafrost, la capa de hielo que recubre la Tierra. A ella, mantener congelados sus sentimientos la "protege de un entorno agresivo, pero también la aísla de sí misma". El cordón social corta el paso en ambos sentidos. Lo intuye la protagonista porque lo ve Baltasar. "Su voz es mi voz y, sin embargo, no es un ejercicio autobiográfico. Quizá en algunos fragmentos canibalice mi vida. La autoficción no me genera remordimiento porque para mí escribir es como cuidar, amar, follar. Es vivir. Me es imposible desligarlo de mí misma". Por eso la protagonista da tumbos entre ciudades y nóminas (la escritora ha sido docente, técnica en ayuntamientos, camarera, auxiliar de veterinaria, mujer de la limpieza y hasta pastora de ovejas). Por eso no tiene nombre. Han sido la misma persona "en cada uno de sus actos y pensamientos". Baltasar artesona la prosa con mesura. Busca la sensibilidad estética del lector y, como la protagonista cuando intenta abrirse las venas con unas cuchillas que, mierda, aún conservan el capuchón, la tensión ligera del humor negro. En ocasiones, cuando la madre de la protagonista aparece, casi encuentra la sátira. "Pero ella nunca es una culpable absoluta. La victimización de una madre no la absuelve, pero verla así abre la puerta a la comprensión".