Camino interior: viajamos al corazón de Japón
En el centro de Japón, la arquitectura se repliega ante la naturaleza. Entre ciudades de postas y aguas termales, la prefectura de Gifu se abre al viajero.
Todos los niños de la península de Sakurajima deben aprender a nadar al cumplir los cinco años. El volcán les obliga. La intermitencia de sus regurgitaciones, a trece kilómetros, empolva las semanas de la ciudad de Kagoshima. Saber huir a nado solo es una medida de precaución, como los cascos y las gafas anticeniza con los que a veces, según el viento, pasean por las calles. Antes, la península era una isla. La erupción de 1914 la unió a Kyüshü, una de las cuatro piezas principales del archipiélago de Japón, atomizado en más de 400 ínsulas e islotes habitados. El autobús viaja por el sur de Honshü, la mayor y donde se ubican las ciudades de Tokio, Osaka y Kioto. María, ocho años de aviones a Japón, habla de los niños de Sakurajima mientras nos alejamos del aeropuerto de Nagoya atravesando los arrozales. Fuera, el verde salpica las placas de agua lisa, metalizada por el azul apagado del cielo, que flanquean las casas de teja oscura y madera. En medio del verde, un poco más allá, Papá Noel saluda desde el friso de un edificio blanco y rojo. Carga al hombro un saco de regalos. Hotel Christmas, dice un cartel bajo luces de neón rosa y guirnaldas. Un hotel temático inspirado en la navidad occidental aquí en medio, qué divertido. Es como el sueño del protagonista de ocho años de una película de sobremesa navideña. Pero en las imágenes de su web hay sofás de cuero negro, iluminación templada y tragaperras. Mejor que el niño sueñe con Laponia.
La mancha en la paleta
Los coches que adelantan son pequeños, estrechos, como si los hubieran prensado en una planta de reciclaje. En Japón, los impuestos limitan la propiedad de los coches tradicionales. Los kei, compactos, casi comprimidos, son más baratos. Ahorran impuestos y polución, la gran batalla del gobierno japonés. Quieren eliminar los humos. También el de los cigarrillos. La ley prohíbe fumar en las calles de las grandes ciudades y reserva esquinas donde se concentran colillas y humaredas. Pero en la prefectura de Gifu no hay fumaradas que activen la tos ni embotellamientos que desactiven la paciencia. El verde de los tejos japoneses acolcha, de lejos, las laderas y el de las plantaciones de arroz y té aviva las casas del campo, cercadas por hileras de árboles podados como burbujas. La técnica del niwaki, que significa árbol de jardín, los trata como esculturas. Las capas de árboles que suben las colinas se superponen, visten las montañas como escamas de pez. Los puentes, rojos y naranjas, y los ríos de piedra blanca quiebran la monocromía.
El agua que seda
El Maze y el Hida cruzan la ciudad de Gero. El sustantivo que la acompaña en las guías de viaje es onsen. Significa aguas termales. Con Kasatsu y Arima, Gero compone la santísima trinidad histórica de las reservas de aguas medicinales de Japón. Los locales aseguran que sus minerales relajan los músculos, calman el reuma y alivian las afecciones cutáneas. Gero es una ciudad balneario. Cuando los huéspedes abandonan el ryokan, el tradicional alojamiento japonés, pasean en geta, sandalias de madera, y yukata, batas de algodón ligero, de colores pastel. Incluso para ojear unos pasteles rellenos de pasta de judía roja en Lawson, la cadena de supermercados que ilumina 24 horas al día las esquinas del país, caminan preparados para meter los pies en alguna de las ocho fuentes públicas de la ciudad. Para sumergir el cuerpo entero, hay quienes acuden al río. Allí, bajo el puente, amurallados tras rocas blancas, hombres y mujeres comparten rotenburo, piscina pública y abierta. La mezcla de géneros, aun en traje de baño, es inusual. En los ryokan, se segregan. Ellas y ellos se duchan y bañan, desnudos, en termas distintas. En el ryokan Sumeikan, el pudor occidental se esquiva en las habitaciones privadas: el agua de los cuartos de baño de sus suites contiene las mismas propiedades que la de las termas. Ligeramente pesada, se pega y resbala por la piel como una blusa de seda. Tras el kaiseki, una cena donde los platos superan la decena y que se acompaña de jampan (una variedad del sake regional que imita la burbuja del champán), el sueño atropella sobre el futón.
Papel, gambas y cera
En Gujo-Hachiman, el agua separa lo privado y lo público. Los canales, de algo más de un pie de ancho, distancian el asfalto y las puertas de las casas. De las fachadas de algunas cuelgan cubos de madera. El incendio de mediados del siglo XVII mantiene alerta la ciudad. De otras casas cuelgan cajas de madera blanca. Son la señal del tofu: la casa que la enganche junto a su puerta comercializará soja cuajada. Pero Gujo-Hachiman no vive de fabricar comida. O al menos ninguna apta para el consumo humano. En sus fábricas se produce el 70 por ciento de las imitaciones de platos de comida que desde la Segunda Guerra Mundial se exhiben en los restaurantes japoneses como complemento visual de la carta. En algunas organizan talleres para aprender a moldear comida con plástico y cera. Se escuchan grititos de emoción cuando la cera derretida se convierte en el rebozado de una gamba. En la localidad de Mino, a media hora de Gujo-Hachiman, el restaurante Tsubaki conserva la tradición gastronómica que Mam’s, en la acera de enfrente, altera con sándwiches, repostería y lattes de un millar de likes. Las tiendas que los flanquean son santuarios dedicados a la papelería. Desde las carteras a los bolsos están confeccionados en papel. A unos minutos de la ciudad, el museo Washi se erige como el templo de la peregrinación papelera: en 2014, las láminas que fabrican fueron declaradas Patrimonio de la Humanidad.
La verdad del té matcha
En un viaje en autobús desde Gero, campamento base, el monte Otake enseña los 54.000 años de sus cascadas en el tiempo que tenga el visitante. Las rutas que las descubren van desde los 30 minutos a las tres horas. Los japoneses, mayoría de senderistas, caminan junto a aguas de cristal y rocas lisas. La indumentaria de los guías juega con el susto frente a los novatos del trekking. Están pertrechados como si la expedición incluyera escalada, acampada y cazar la cena. En una explanada, sobre un mantel rojo, el avituallamiento se revela: de las mochilas salen termos, tazas, una brocha y un bol. Preparan té matcha y advierten: antes de beber, se debe tomar siempre algo dulce, cualquier cosa que proteja la lengua del amargor del polvo verde. El mochi, una pasta de arroz glutinoso con la textura de un dulce de membrillo, se pega en los dedos. A los pies de la montaña, el restaurante Himetei acompaña con tofu suave las láminas del buey de Hida. Esperan frente a un cuenco sobre un hornillo individual. La carne es fina, casi transparente, y la grasa se reparte por ella como estrellada. Tiene la apariencia del granito rosa. En el cuenco, las verduras fileteadas hierven. Cuando se logre el punto deseado, la técnica del shabu-shabu obligará a sumergir en el caldo la ternera durante un par de minutos. Ejecutada con precisión, la carne se deshará en la boca sin masticarla. En un par de saltos en tren se alcanzan desde Gero los límites de la prefectura de Gifu. En Nakatsugawa, un autobús de línea local acerca en media hora a Magome, ciudad de posta en la que entre los siglos XVII y XIX los comerciantes que transitaban la ruta Nakasendo paraban a descansar. Los pocos turistas, casi todos nacionales, se fotografían junto a un molino de agua. En Magome la modernidad solo está de visita. La calle principal, empedrada entre canales de agua, enfila tiendas de sandalias de tela y cestas de mimbre para saciar el omiyage, el ejercicio de comprar regalos en el extranjero.
Tres horas a pie se tarda en recorrer las veredas hacia Tsumago, parte de la prefectura de Nagano y parada de la ruta Nakasendo. El camino está señalizado por campanas. Dicen que ahuyentan a los osos, pero suelen ser las bromas las que las hacen sonar. El ruido de alarmas y avisos urgentes solo regresa en el tren de vuelta al aeropuerto de Nagoya. Tras cuatro horas de avión, las piernas se recuperan en Hong Kong, alto previo al regreso a España. En los lounges de Cathay Pacific, en The Deck, se concede la última oportunidad para sentarse en un bar de noodles asiático y en The Pier se celebra el reencuentro con el pan y la repostería europea. El espacio abierto, con mesas de caoba y sillones de terciopelo verde, es el preámbulo de la comodidad holgada que, en la cama de la clase Business, aligera las trece horas de vuelo. El tráiler de lo que después será estar en casa.
Guía exprés
En el cielo
La calidez de la hospitalidad asiática vuela con Cathay Pacific (y de forma directa hasta Hong Kong). Con un botón, la intimidad se instala en su clase Business.
En tierra firma
Entre el aroma dulzón del roble y el cítrico de las amenities de Shiseido, las aguas termales de la prefectura de Gifu llegan hasta la habitación del ryokan Gero Onsen Suimeikan.
¿Parada exprés en Tokio antes de regresar? El hotel Shangri-La del centro de Tokyo mira la ciudad pegado a una estación con tren directo al aeropuerto.
Sobre la mesa
Llegar al undécimo plato del kaiseki se logra con facilidad frente al jardín interior de Tsubaki, en la ciudad de Mino. Guarda el teléfono: +81 575-35-3907.
Ayuda extra
JTB Spain lleva más de 36 años ayudando a que los visitantes en el país nipón lo descubran sin perder detalle (ni trenes). Te chivarán conexiones e imprescindibles.

En Shirakawago, Gifu, los simulacros de incendio, temidos por las estructuras de madera que la componen, deja escenas divertidas. La localidad ha sido declarada Patrimonio de la Humanidad.

En algunas zonas de Japón, como la prefectura de Gifu, grupos de pescadores entrenan a sus cormoranes, que pescan con las patas, para interceptar los peces del río Nagara.

En Gujo Hachiman, los traseros de las casas bordean el río Nagara.

En la localidad de Mino, el museo Washi se erige como el templo de la peregrinación papelera: en 2014, las láminas que fabrican fueron declaradas Patrimonio de la Humanidad.

Las rutas para descubrir el monte Otake pueden llevar desde 30 minutos a tres horas. Los japoneses, mayoría de senderistas, caminan junto a aguas de cristal y rocas lisas y en las explanadas se sientan a restaurar los niveles de teína.

Antes de beber, se debe tomar siempre algo dulce, cualquier cosa que proteja la lengua del amargor del polvo verde. En Japón se acompaña con frecuencia de un mochi, una pasta de arroz glutinoso con la textura de un dulce de membrillo.

En Nakatsugawa, un autobús de línea local acerca en media hora a Magome, ciudad de posta en la que entre los siglos XVII y XIX los comerciantes que transitaban la ruta Nakasendo paraban a descansar.

Tres horas a pie se tarda en recorrer las veredas hacia Tsumago, parte de la prefectura de Nagano y parada de la ruta Nakasendo. El camino está señalizado por campanas. Dicen que ahuyentan a los osos, pero suelen ser las bromas las que las hacen sonar.

El Maze y el Hida cruzan la ciudad de Gero. El sustantivo que la acompaña en las guías de viaje es onsen. Significa aguas termales. Con Kasatsu y Arima, Gero compone la santísima trinidad histórica de las reservas de aguas medicinales de Japón. Los locales aseguran que sus minerales relajan los músculos, calman el reuma y alivian las afecciones cutáneas. Hasta los macacos disfrutan las exteriores.

En Magome la modernidad solo está de visita. La calle principal, empedrada entre canales de agua, enfila tiendas de sandalias de tela y cestas de mimbre para saciar el omiyage, el ejercicio de comprar regalos en el extranjero.