Las luces se atenúan y el escenario de Robert Wilson cobra vida. En el Jardín de las Tullerías, donde el tiempo se pliega sobre sí mismo, Maria Grazia Chiuri presenta su visión para el otoño-invierno 2025/26 de Dior: una conversación entre pasado y presente, donde la moda no es solo vestimenta, sino un vehículo de transformación. Lo que emerge es una colección que trasciende la temporada, tejiendo un diálogo con los archivos de la Maison y con la historia misma del vestir.
Las claves del desfile otoño-invierno 2025/26 de Dior
Desde los primeros looks, queda claro que esta no es una colección nostálgica, sino un ejercicio de reinterpretación. La camisa blanca, ese pilar sin género que Chiuri ha convertido en uno de sus manifiestos estéticos, encuentra aquí una nueva voz en el lenguaje de Gianfranco Ferré, quien dirigió Dior en los años 90. En su estructura reside una evocación arquitectónica, pero también una fluidez que desdibuja los límites entre lo masculino y lo femenino.
En la pasarela, el blanco y el negro trazan un relato de contrastes. Las transparencias etéreas de camisas y vestidos crean un juego de luces con los abrigos de fieltro negro, hiperestructurados y de hombros redondeados, una reinterpretación contemporánea del poder y la presencia. La feminidad no es rígida ni complaciente; se moldea con capas de referencias, desde las crinolinas desmaterializadas en forma de cintas de terciopelo negro con perlas barrocas hasta el chaqué, que regresa con fuerza como símbolo de autoridad y sofisticación.

Los códigos de Dior emergen y se difuminan en un vaivén de tiempos y técnicas. Los bordados, recortados y aplicados en chaquetas técnicas, aportan un giro inesperado a la artesanía, mientras que el regreso de la camiseta J’adore Dior —esa pieza icónica de la era Galliano— subraya la intersección entre el prêt-à-porter y la historia de la moda como fenómeno cultural. Nada aquí es estático; todo es un palimpsesto en el que los cuerpos, los deseos y las épocas se entrelazan.

El desfile avanza con una dramaturgia propia, marcada por elementos escénicos que parecen emerger de una geografía onírica: un columpio suspendido, un pájaro prehistórico, un iceberg que irrumpe como un recordatorio del cambio, de la inevitabilidad de la evolución. En esta coreografía visual, las modelos no solo caminan, sino que habitan un espacio en perpetua transformación.

Chiuri demuestra, una vez más, su capacidad para hacer de la moda un discurso y una herramienta de reflexión. La colección se mueve entre el rigor de las líneas y la libertad de la imaginación, entre la solidez de los tejidos y la ligereza de la transparencia. En su universo, los cuellos desmontables evocan no solo una metamorfosis estética, sino una declaración sobre la fluidez de la identidad.

La moda, en manos de Maria Grazia Chiuri, no es un simple ejercicio de estilo. Es una invitación a mirar hacia atrás para entender el presente, a construir armarios que no solo vistan cuerpos, sino que narren historias. Y Dior, con su legado en constante movimiento, se reafirma como un laboratorio donde la memoria y la modernidad se encuentran para diseñar el futuro.
