Corrían los años 60 y Harald de Noruega era un príncipe espigado, alto, de gran constitución y de profunda mirada. Acababa de provocar una revolución en el Palacio Real de Oslo al contarle a su padre que estaba enamorado de una joven burguesa de nombre Sonia. El rey Olav, muy disgustado, no solo prohibió que siguiera adelante con su noviazgo, sino que además intentó orquestar un matrimonio a la altura de su hijo, con una princesa europea. Candidatas había muchas, pero solo dos eran del gusto del soberano noruego: Desiree de Suecia y Sofía de Grecia. A la princesa sueca, su primo Harald no le gustaba para marido, ya a la joven princesa griega, es otro cantar.
Una reina no tiene pasado y hasta hoy la madre del rey Felipe VI niega haber tenido interés alguno por el que es hoy el rey de Noruega. Pero por suerte siempre han existido cronistas reales, y lo que han dejado escrito ahí seguirá para los anales de la historia. Según rezan los textos de la época, Olav de Noruega contó con una gran aliada, la reina Federica de Grecia cuya ambición era proporcional al número de islas del país del que su marido era rey. La suegra de don Juan Carlos era una mujer vivaz, una conseguidora y una estratega que no contenta con poner a su país en el mapa e inventar el concepto de cruceros por el mediterráneo tal y como lo conocemos hoy, quería ver a sus hijas, Sofía e Irene, casadas y bien casadas y eso significaba casarlas con príncipes herederos.

Al conocer el disgusto del monarca noruego con su hijo, Federica se puso manos a la obra y maniobró para que los dos jóvenes príncipes se conocieran más. No es ningún secreto que a doña Sofía, Harald no le disgustó, llegando a fantasear en su interior con la posibilidad de un matrimonio y con ser un día, reina de Noruega. Sin embargo, tal cosa, como todos sabemos, nunca llegó a ser una posibilidad real. Harald estaba muy enamorado de la joven Sonia y no estaba dispuesto a abdicar de su felicidad con tal de complacer a su padre. De ese modo, la primera historia de amor conocida de la reina Sofía no llegó a buen puerto. El rey Harald le dio, tal y como se dice en España, calabazas. Pasaron los años y cambiaron los sueños. También el amor. La princesa griega conoció a don Juan Carlos, un príncipe sin trono, pero encantador y con futuro. Un futuro que se materializó y del que ya no pudo escapar, por suerte y por gloria de España.