Se enrosca en la emoción de lo que puede ser. Lo sexy nace en la sugerencia, en la posibilidad. Aquello que atrae física y sexualmente crece en la ausencia parcial, en lo que no se ve, pero se intuye que está. Para averiguar cómo se componía el físico anhelado, en 2014 la firma de lencería BlueBella entrevistó a 500 hombres y 500 mujeres. Quería conocer cómo confeccionarían el cuerpo perfecto. En un puzle de famosos en traje de baño, los encuestados hicieron un Dr. Frankenstein con la anatomía ideal. En el cuerpo femenino de ellas, las caderas eran finas, el pelo, lacio y largo, el pecho, discreto, las piernas, ligeras. Los músculos del estómago solo se insinuaban. En el de ellos, piernas, caderas y pechos se ensanchaban. "Lo que nosotras entendemos y adoptamos porque creemos que para ellos es seductor", señala Mariela Martínez, psicoanalista y miembro de la Asociación Estatal de Profesionales de la Sexología, "a menudo no logra ese efecto". Las ideas de lo que mujer y hombre consideran atractivo (en sí mismos y en el otro) con frecuencia difieren. Forzar un gesto seductor para que cumpla con criterios ajenos puede convertirlo en grotesco. Pero lo que sí acaba por funcionar y resultar sexy, señala Martínez, puentea los intentos torpones. El bagaje personal, la percepción de lo que los otros piensan de nosotros, las reacciones de la familia al inicio de la vida y las relaciones de adolescencia, explica, pesan demasiado en lo que cada uno advierte como atractivo. Aunque la cultura construya referentes, es complicado, explica, hacer generalizaciones. Para quienes crean las imágenes que tejen los cánones, lo que pespunta la idea universal de lo sexy tampoco "se resuelve con una fórmula". Según Rosa Copado, fotógrafa de moda, "va más con la seguridad y la personalidad con la que se llevan las prendas". Valero Rioja, también fotógrafo sartorial y de celebrities, coincide. "Es una actitud como la elegancia: se tiene o no se tiene. Se puede ser sexy con una bata de boatiné y unos rulos en la cabeza. Tiene que ver con conocerse a sí misma y explotar la propia sexualidad".Idas y venidasLo que fluctúa, evoluciona y cambia son los modelos de belleza, la estética deseable. El arte y los medios observan, se comunican, proponen, y la sociedad acepta o rechaza. En el siglo XX los arquetipos casi se atropellaban. En los años 20 se aflojó el corsé de la Belle Époque y se liberaron las costillas, la cintura exprimida y el pecho que se elevaba a las clavículas. Las melenas femeninas planeaban por encima de los hombros y los vestidos, de vuelo bajo y a media pierna, olvidaban las curvas. Zelda Fitzgerald fumaba y bebía. La feminidad tradicional se iba desplumando. Lo hizo hasta los años 30. Entonces a las páginas de las revistas llegaron anuncios de pastillas para engordar. Impelían a "no dejar que te llamen 'flaca'" y los testimonios de las consumidoras satisfechas aseguraban que "no me miraban cuando era delgada, pero ahora consigo todas las citas que quiero". En el inicio de la época dorada de Hollywood, el sujetador se rellenaba y la sinuosidad volvía a marcarse. En los 40, los bucles llegaron al pelo. El de Ava Gardner y Rita Hayworth se ondulaba, las chaquetas señalaban la cintura y el escote se encajaba en los cuellos de camisa de Katharine Hepburn y Lauren Bacall. Las ondas se mantenían en el cuerpo diez años más tarde. El pecho y las caderas se redondeaban y el rubio de Marilyn Monroe se multiplicaba en las peluquerías.
Se enrosca en la emoción de lo que puede ser. Lo sexy nace en la sugerencia, en la posibilidad. Aquello que atrae física y sexualmente crece en la ausencia parcial, en lo que no se ve, pero se intuye que está. Para averiguar cómo se componía el físico anhelado, en 2014 la firma de lencería BlueBella entrevistó a 500 hombres y 500 mujeres. Quería conocer cómo confeccionarían el cuerpo perfecto. En un puzle de famosos en traje de baño, los encuestados hicieron un Dr. Frankenstein con la anatomía ideal. En el cuerpo femenino de ellas, las caderas eran finas, el pelo, lacio y largo, el pecho, discreto, las piernas, ligeras. Los músculos del estómago solo se insinuaban. En el de ellos, piernas, caderas y pechos se ensanchaban. "Lo que nosotras entendemos y adoptamos porque creemos que para ellos es seductor", señala Mariela Martínez, psicoanalista y miembro de la Asociación Estatal de Profesionales de la Sexología, "a menudo no logra ese efecto". Las ideas de lo que mujer y hombre consideran atractivo (en sí mismos y en el otro) con frecuencia difieren. Forzar un gesto seductor para que cumpla con criterios ajenos puede convertirlo en grotesco. Pero lo que sí acaba por funcionar y resultar sexy, señala Martínez, puentea los intentos torpones. El bagaje personal, la percepción de lo que los otros piensan de nosotros, las reacciones de la familia al inicio de la vida y las relaciones de adolescencia, explica, pesan demasiado en lo que cada uno advierte como atractivo. Aunque la cultura construya referentes, es complicado, explica, hacer generalizaciones. Para quienes crean las imágenes que tejen los cánones, lo que pespunta la idea universal de lo sexy tampoco "se resuelve con una fórmula". Según Rosa Copado, fotógrafa de moda, "va más con la seguridad y la personalidad con la que se llevan las prendas". Valero Rioja, también fotógrafo sartorial y de celebrities, coincide. "Es una actitud como la elegancia: se tiene o no se tiene. Se puede ser sexy con una bata de boatiné y unos rulos en la cabeza. Tiene que ver con conocerse a sí misma y explotar la propia sexualidad".
Lo que fluctúa, evoluciona y cambia son los modelos de belleza, la estética deseable. El arte y los medios observan, se comunican, proponen, y la sociedad acepta o rechaza. En el siglo XX los arquetipos casi se atropellaban. En los años 20 se aflojó el corsé de la Belle Époque y se liberaron las costillas, la cintura exprimida y el pecho que se elevaba a las clavículas. Las melenas femeninas planeaban por encima de los hombros y los vestidos, de vuelo bajo y a media pierna, olvidaban las curvas. Zelda Fitzgerald fumaba y bebía. La feminidad tradicional se iba desplumando.
Lo hizo hasta los años 30. Entonces a las páginas de las revistas llegaron anuncios de pastillas para engordar. Impelían a "no dejar que te llamen 'flaca'" y los testimonios de las consumidoras satisfechas aseguraban que "no me miraban cuando era delgada, pero ahora consigo todas las citas que quiero". En el inicio de la época dorada de Hollywood, el sujetador se rellenaba y la sinuosidad volvía a marcarse. En los 40, los bucles llegaron al pelo. El de Ava Gardner y Rita Hayworth se ondulaba, las chaquetas señalaban la cintura y el escote se encajaba en los cuellos de camisa de Katharine Hepburn y Lauren Bacall. Las ondas se mantenían en el cuerpo diez años más tarde. El pecho y las caderas se redondeaban y el rubio de Marilyn Monroe se multiplicaba en las peluquerías.

Tonificadas ante la tele
Voluptuosidad era el objetivo que las minifaldas de los 60 atajaron. Los traseros redondeados no lucían como los llanos las prendas estrechas y cortas. El falso descuido de las melenas de Brigitte Bardot y Jane Birkin ocupaba las pantallas de cine y las pestañas falsas de Twiggy enmarcaban los ojos. En el Mediterráneo, Sara Montiel y Sophia Loren reequilibraban la balanza.
Lo hicieron hasta invertirla. Las melenas desbarataron la rigidez de los rulos y se aclararon con el rubio californiano de Farrah Fawcett. Hasta su bronceado, ahora indicio de salud y tiempo libre, comenzaba a buscarse en las hamacas. En los 70, las primeras modelos negras aparecieron en las portadas de las revistas, Marvin Gaye cantó Let’s get it on y Jane Fonda tonificó con sus vídeos de aeróbic los músculos de las mujeres. Los pantalones acampanados se encargaban de alargar y tornear piernas y trasero. La cintura aguantó libre hasta los 80. Entonces las prendas encogieron y la melena explotó. El histrionismo de las permanentes caía hasta los párpados, pintados de colores eléctricos. Los vigilantes de la playa continuaban marcando músculo y el cuerpo de Elle Macpherson se alzó como canónico. En 1992, Sharon Stone, fumadora de blanco, cerró las piernas y mantuvo abierto el reinado de las rubias.
Kate Moss lo defendió en los 90 con ojos de gato esfinge, cejas escuálidas, rímel emborronado y los huesos de la cadera angulando vestidos de seda y tirantes. Los primeros ángeles de Victoria’s Secret, melenas largas y músculos de gimnasio, contrarrestaron su heroin chic. Gisele Bündchen y Adriana Lima relevaron a Helena Christensen y Tyra Banks. Con el talle del pantalón camino de la pelvis, Baby got back de Sir Mix A Lot cantó a los traseros grandes y Jennifer López se convirtió en la primera actriz latina en ganar un millón de dólares. Desde la televisión, las capas color caoba de Jennifer Aniston se calcaban en los salones de belleza. En la primera década del siglo XXI, Scarlett Johansson, rubia platino de formas combadas, monopolizaba las listas de las más sexy del mundo.

La escisión de la estéticaLa omnipresencia de internet atomizó la belleza en 2010. Desde entonces, las cejas de Cara Delevingne resucitan los 80 y con cada crop-top y vestido faja el clan Kardashian imparte clases de anatomía. Los labios, pintados de borgoña, se han hinchado y el pelo, largo o corto, se despeina. En Instagram la belleza en apariencia indiferente de Ana Rujas y Taylor LaShae, de piel jugosa y afrancesada, se enfrenta al perfilador labial y los polvos matificadores de Estados Unidos. Las tallas se han agrandado y las melenas se han teñido de rosa y gris. Entre la exuberancia y el descuido, Emily Ratajkowski aúna y acapara. "Hoy el término sexy no es aplicable a un solo tipo de mujer", razona Rioja. "La sexualidad se ha vuelto más global y para todo tipo de mujeres (¡y hombres!)". Lo que para Rosa Cobos, profesora de Sociología del Género en la Universidad de A Coruña y autora de Hacia una nueva política sexual, se debe abrir es la conceptualización de la mujer en la sociedad. Sostiene que a ellas se las define como cuerpo, como objetos, y a los hombres, como lo intelectual, como sujetos. "Es importante ser consciente de las prácticas asignadas al género, como la depilación, y que a partir de ello cada una pacte con lo que piensa y defiende". De los modelos culturales, concede, es difícil sustraerse. Aunque desde hace algunos años, subraya Martínez, se está haciendo. Los prototipos, dice, no duran como antes. El parámetro se está abriendo. Para ella, colocarse como objeto tiene más que ver con una misma que con el otro: la formación y madurez, intelectual y emocional salvan, indica, del empeño en inscribirse en patrones imposibles.
La omnipresencia de internet atomizó la belleza en 2010. Desde entonces, las cejas de Cara Delevingne resucitan los 80 y con cada crop-top y vestido faja el clan Kardashian imparte clases de anatomía. Los labios, pintados de borgoña, se han hinchado y el pelo, largo o corto, se despeina. En Instagram la belleza en apariencia indiferente de Ana Rujas y Taylor LaShae, de piel jugosa y afrancesada, se enfrenta al perfilador labial y los polvos matificadores de Estados Unidos. Las tallas se han agrandado y las melenas se han teñido de rosa y gris. Entre la exuberancia y el descuido, Emily Ratajkowski aúna y acapara. "Hoy el término sexy no es aplicable a un solo tipo de mujer", razona Rioja. "La sexualidad se ha vuelto más global y para todo tipo de mujeres (¡y hombres!)". Lo que para Rosa Cobos, profesora de Sociología del Género en la Universidad de A Coruña y autora de Hacia una nueva política sexual, se debe abrir es la conceptualización de la mujer en la sociedad. Sostiene que a ellas se las define como cuerpo, como objetos, y a los hombres, como lo intelectual, como sujetos. "Es importante ser consciente de las prácticas asignadas al género, como la depilación, y que a partir de ello cada una pacte con lo que piensa y defiende". De los modelos culturales, concede, es difícil sustraerse. Aunque desde hace algunos años, subraya Martínez, se está haciendo. Los prototipos, dice, no duran como antes. El parámetro se está abriendo. Para ella, colocarse como objeto tiene más que ver con una misma que con el otro: la formación y madurez, intelectual y emocional salvan, indica, del empeño en inscribirse en patrones imposibles.