'La vida secreta de las plantas': lee en exclusiva el capítulo sobre los usos que las brujas daban a las plantas

Recientemente la editorial Pinolia ha publicado 'La vida secreta de las plantas', un libro en el que Eduardo Bazo Coronilla trata de descubrirnos qué hay de cierto en muchos de los mitos, leyendas y bulos que aún se repiten sobre el reino vegetal. Con motivo de su publicación, te descubrimos en exclusiva uno de sus capítulos.

La increíble diversidad de plantas inspira multitud de preguntas con respuestas a veces sorprendentes. Lo que también ha influido, a lo largo de los siglos, en la aparición de muchos mitos, bulos y leyendas relacionadas con el reino vegetal., muchos de los cuales aún se continúan repitiendo.Por ejemplo, hasta ahora no hay ninguna planta verdaderamente afrodisíaca como tal. Y lo que pocas personas saben en este sentido es que es más la predisposición y el efecto placebo lo que influye en estos casos…

Capítulo La vida secreta de las plantas

Con motivo de la publicación por parte de la editorial Pinolia del libro ‘La vida secreta de las plantas’, escrito por el licenciado en Biología Eduardo Bazo Coronilla, te descubrimos en exclusiva un capítulo que solo podrás leer aquí.

¡Eres una bruja!

Me reconozco un incompetente en materia artística. No obstante, como cualquier persona curiosa con interés en la cultura y en la historia, acudo a exposiciones y museos con el afán de aprender y así, de paso, pillo ideas para escribir sobre botánica, disciplina de la que verdaderamente sé algo. ¡Ojo!, no hablo de exposiciones de ilustración botánica, que se basa en registrar con precisión características vegetales tales como las estructuras reproductoras o los cortes transversales de frutos, muchos de los cuales solo pueden apreciarse con lupa o microscopio. Por eso es importante que se sigan realizando ilustraciones aun con cámaras fotográficas de tanta resolución. La fotografía no es milagrosa, puede llegar a deformar la realidad e incluso confundir a quien observe esa imagen. Sea como fuere, mis dotes para estas dos disciplinas son nulas. De lo que no cabe duda es de que estas páginas son fruto de una de esas visitas a museos o exposiciones.

Durante mi última estancia en Madrid, mucho antes de que la pandemia pusiese patas arriba al mundo, tuve la oportunidad de estar en el Museo Lázaro Galdiano, uno de los muchos museos estatales de origen privado que, con un afán casi enciclopédico, custodia más de doce mil piezas de cuantas disciplinas artísticas y técnicas se le ocurra. Destaca El aquelarre, de Francisco de Goya, pintado en 1798. El lienzo muestra un ritual de aquelarre presidido por el gran macho cabrío, una de las múltiples formas en las que puede presentarse el demonio y, a su alrededor, se disponen una multitud de brujas que le ofrecen un sabroso infante como ágape. El cuadro, que forma parte de un movimiento conocido como «lo sublime terrible», busca provocar desasosiego en el espectador utilizando tonos oscuros y una ambientación nocturna.Goya representa un coro de brujas que acaban de invocar al demonio, sí, pero estas no aparecen ni provistas de sombreros puntiagudos ni volando en una Nimbus. Solo representa a un grupo de mujeres, de un heterogéneo rango de edad y belleza, en el campo —larre, en euskera— entregando a un neonato en sacrificio a un macho cabrío —aker, en euskera—. Entonces, ¿en qué momento se originó la idea tradicional de bruja que todos hemos interiorizado? ¿Es que las brujas son algo más que mujeres poseídas por el mal que se dedican a preparar pócimas en un caldero y sobrevolar el cielo nocturno con una escoba mágica?

Lo cierto es que sí y el culpable de que las brujas se representen con una misma iconografía es Pieter Bruegel el Viejo (1525-1569). En un grabado conocido como Diuus Iacobus diabolicis praestigiis ante magum sistitur, que podríamos traducir como «Santiago intentando detener al diabólico mago», donde Santiago se enfrenta a Hermógenes —encargo de Hyeronimus Cock, un importante editor flamenco—. Se trata del primer grabado conocido hasta la fecha en que aparecen estampas como la bruja volando a lomos de su escoba, la preparación de diferentes mejunjes en un caldero humeante o la Mano de Gloria que, recordemos, sería la mano amputada de un malhechor ajusticiado. El fin último de este trabajo de Bruegel el Viejo era poner fin a los autos de fe que se celebraban en Amberes. Asimismo, advertía del riesgo que corrían todas aquellas personas —principalmente mujeres— cuya vinculación con la pérdida de las cosechas fuese probada. Recordemos que a mediados del siglo xvi —y con anterioridad también— Europa se vio abatida por una fuerte hambruna. En esos momentos, muchas cosechas se perdieron irremediablemente y la Iglesia y el Estado aprovecharon para, con su habitual piedad cristiana, achacar el fenómeno a actos de brujería. La otra opción era dar voz a aquellos que advertían de que se trataba de un episodio climático asociado a la Pequeña Edad de Hielo. Pero claro, «a toro pasado todos somos Manolete», ¿no?

En este contexto de efervescencia y lucha contra el misticismo de carácter demoníaco surge buena parte de la iconografía asociada a las brujas y la brujería. Llegados a este punto, vamos a desmontar algunos de los mitos y leyendas que han tenido que soportar sobre sus hombros las mujeres, acusadas con más frecuencia de pactar con el maligno. Habida cuenta de que muchas acusaciones de brujería guardaban relación con el misterioso poder de los brebajes que preparaban, ¿no siente curiosidad por saber qué se cocía realmente en los humeantes calderos de estas mujeres «libertinas»? Avanzo que la realidad dista mucho de parecerse a lo que Alaska relataba en Brujas de ayer.

Sabemos muy poco de estas recetas. Lo que ha llegado hasta nosotros es, en su mayor parte, una ristra de condimentos repugnantes. ¿Por qué? Pues verá, partiendo de la premisa de que el conocimiento otorga poder, ocultar la formulación de preparados poderosos mediante un código aparentemente horrendo podría servir como mecanismo de protección. Teniendo en cuenta que se enfrentaban además a una multitud enfervorecida y con afición crematística por todo aquello que se saliese del canon marcado por la Iglesia Católica, toda precaución se antojaba escasa. De hecho, pocos son los grimorios que han conseguido sobrevivir al fuego inquisitorial de la Baja Edad Media Europea. Uno de los más conocidos es el «Picatrix» (siglo XIII), una traducción del «Gāyat al-hakīm» que versa sobre cómo atrapar a los espíritus. Otro es el «Liber aneguemis» (siglo XI), atribuido apócrifamente a Platón y que se cree que podría ser la piedra angular sobre la que se asienta posteriormente la alquimia moderna. Pero mi favorito es el «Albanum Maleficarum» (siglo X), que recopila un conjunto de saberes que florecieron en Andalucía Occidental —Jerez de la Frontera y Sanlúcar de Barrameda, principalmente—, denominados artes cápricas. Según este texto, Capricúo fue un mago que vivió en el sur de Hispania y consiguió hacerse con la Sabiduría Suprema gracias a la intercesión divina, consiguiendo dominarla por medio del uso de artes oscuras —magia negra—. De esta forma, reunió todas sus experiencias y su conocimiento en un libro redactado en una lengua secreta que él mismo inventó. Lamentablemente, Capricúo tuvo un descuido durante uno de sus muchos rituales mágicos y acabó convertido en cabra para siempre. Por supuesto, en el imaginario colectivo de los hortelanos de Jerez y pedanías aún se sigue recordando la leyenda de la cabra del Montesabio.

No han sido pocos los botánicos e historiadores que han intentado averiguar qué ingredientes reales se encontrarían detrás de barba de viejo, cuerno de unicornio, cresta de lagarto o leche de gato y, en algunos casos, las investigaciones han dado sus frutos. Así, ahora sabemos que la barba de viejo haría referencia, muy probablemente, bien al liquen Usnea barbata o a la oleácea Chionanthus virginicus. Por su parte, el cuerno de unicornio no es más que la inflorescencia de Chamaelirium luteum, la cresta de gallo es Rhinanthus minor y la leche de gato... La leche de gato no es más que el látex que desprenden algunas euforbiáceas al quebrarse, como ocurre, por ejemplo, con Euphorbia corollata o Euphorbia helioscopia.No sé si ha advertido que todas ellas tienen una cosa en común: se han utilizado en los remedios caseros contra el dolor, aunque la evidencia científica es desigual. Hoy día sabemos, por ejemplo, que el ácido úsnico de Usnea barbata se está ensayando por sus supuestas propiedades antibióticas. Según este razonamiento, no sería descabellado pensar que estas brujas fuesen en realidad curanderas. por otro lado, sin embargo, desconocemos si existe un principio activo en Rhinanthus minor que pudiera usarse con fines médicos. De momento, ignoramos por qué la incluían en sus elaboraciones.Pero hasta el dramaturgo Francisco de Rojas Zorrilla (1607-1648) sabía a qué se dedicaban las brujas, como muestra el diálogo que mantienen en Lo que quería ver el marqués de Villena el sirviente Zambapalo con su señor:

«—Marqués: [...] Otros creen que vuelan las brujas. —Zambapalo: ¿Pues no?

—Marqués: No, ignorante.

—Zambapalo: Yo pregunto, como es que soy un lego. —Marqués: Úntanse todas.

—Zambapalo: ¿Y luego?

—Marqués: Provoca un sueño aquel unto, que es un opio de beleño

que el demonio les ofrece

de calidad, que parece,

que es verdad lo que fue sueño

pues como el demonio espera

solamente engañar

luego les hace soñar

a todas de una manera;

y así piensan que volando

están cuando duermen más,

y aunque no vuelan jamás

presumen en despertando

que cada una en persona

el becerro ha visitado,

y que todas han paseado

los campos de Barahona; siendo así que vive Dios

que se ha visto por momentos durmiendo en sus aposentos untadas a más de dos».

Las brujas cocinaban ungüentos que, presuntamente, las hacían volar. Conocemos también algunos de los posibles ingredientes que dejaron anotados en sus grimorios, pero buena parte de que el mito se haya ido desmoronando se debe a los estudios del doctor Clark. Este usó como inicio para su investigación el estudio del proceso judicial a una bruja inglesa, donde aparecían detallados los ingredientes para elaborar uno de sus muchos ungüentos mágicos: grasa de niño, jugo de agua de berraza (Apium nodiflorum), acónito (Aconitum napellus), cincoenrama (Potentilla reptans), dulcamara (Solanum dulcamara) y hollín. Comprobó que este ungüento producía excitación y arritmia cardíaca y concluyó que se trataba de una droga alucinógena resultante de mezclar belladona —que causa delirios— con acónito —que altera el ritmo cardíaco—. Así, esta pasta desencadenaba en todo aquel que la consumiese la sensación de volar sin necesidad de salir de la habitación. Un resultado similar es el que obtuvo el alemán Karl Kiesewetter (1854-1895) después de seguir las indicaciones transmitidas por el napolitano Giambattista della Porta (1535-1615) en su obra Magiae Naturalis, en la que afirmaba que «cayó en un sueño de veinticuatro horas durante el que vivió viajes excitantes, danzas frenéticas y otras aventuras misteriosas de este tipo». En efecto, las brujas «volaban», pero no en escobas. ¿De dónde podría salir entonces semejante falacia?

Para muchos, la escoba no es más que un símbolo de poder político que refleja la subordinación del género femenino a las órdenes y deseos del masculino. No olvidemos que, en última instancia, las brujas no eran más que mujeres que desafiaban los preceptos fijados por la sociedad y religión medievales y que se dedicaban al estudio de la medicina o la historia natural. ¡ellas fueron las primeras en estudiar medicina, farmacia o biología a distancia y sin necesidad de un tutor que guiara sus pasos! Las mal llamadas «brujas» aplicaban sus conocimientos de fitoterapia y medicina con el objetivo de calmar muchos de los dolores que les aquejaban frecuentemente. Entre ellos los dolores menstruales y un sinfín de dolencias que los médicos masculinos ignoraban por considerarlos poco importantes. Es lo que tiene que los hombres tengan la regla, que la consideramos «intrascendente». Esta práctica tenía que llevarse en secreto, puesto que ejercer la medicina sin titulación se penaba por ley. El historiador Jules Michelet (1798–1874) se refería de esta forma a las brujas en su obra Historia del satanismo y la brujería, reparando su memoria y creando algo de justicia entre tanta superchería y habladuría como se ha escrito:

«Durante miles de años, el único médico del pueblo fue la hechicera. Los emperadores, los papas, los reyes, los más ricos varones tenían algunos sanadores de la famosa Escuela de Salerno, moros o judíos, pero el pueblo no consultaba más que a la entendida. Si no lograban curar le llaman, injuriándola, bruja. Las plantas que usaban aquellas mujeres en sus trabajos poseían, junto a la acción mágica que pretendían infundir con sus vocaciones y ritos, una verdadera acción curativa que aliviaba a muchos enfermos en sus dolencias; por ello las hechiceras han de tener, por derecho propio, un capítulo en la Historia de la Medicina».

Ya lo ha visto, para calmar sus dolores hacían uso de diferentes plantas tóxicas como, por ejemplo, el beleño (Hyoscyamus niger), la dedalera (Digitalis purpurea), la belladona (Atropa belladona) o el acónito (Aconitum napellus). En un primer momento, la ingesta de estas «pociones», además de «volar», les hizo sufrir unos desagradables efectos secundarios como vómitos, mareos y agudos dolores estomacales. Con el tiempo, probaron otras vías de administración hasta dar con la zona más efectiva por su alta irrigación vascular y en la que los efectos adversos se minimizaban: la vagina. Jordanes de Bérgamo, un investigador del siglo xv que trató el caso de las persecuciones a brujas, escribió lo siguiente sobre las zonas de aplicación de los ungüentos:Pero el vulgo cree, y las brujas confiesan, que en ciertos días o noches, untan un palo o poste y lo montan en dicho lugar, o se untan en los sobacos y en otras zonas peludas.Volar sí que volaban, solo que a bordo de los alucinógenos con los que trabajaban. Algo muy curioso es que la mayor parte de los ingredientes de estos calderos son plantas de la familia Solanaceae, algunas bautizadas con nombres tan sugerentes como hierba del diablo (Datura stramonium, el estramonio) o caramelo de bruixa (Hyoscyamus niger, el beleño negro). Ya se sabe, «unos crían la fama y otros cardan la lana». Y lo cierto es que no solo las brujas hicieron uso del beleño para conseguir aquello que ansiaban, ya fuese sanar o hacerse con el Imperio del prójimo, pues este no entiende de clases sociales. ¿Por qué lo recuerdo? Porque no debemos olvidar que conocidos nobles y regentes se han hecho con el poder sin derramar una sola gota de sangre gracias a él. Igual ahora está recordando cómo asesinaron al padre de Hamlet, ¿verdad? No se preocupe, que le ayudo a recordar:

«Escúchame ahora, Hamlet. Esparcióse la voz de que estando en mi jardín dormido me mordió una serpiente. Todos los oídos de Dinamarca fueron groseramente engañados con esta fabulosa invención, pero tú debes saber, mancebo generoso, que la serpiente que mordió a tu padre hoy ciñe su corona. [...]. Dormía yo una tarde en mi jardín según lo acostumbraba siempre. Tu tío me sorprende en aquella hora de quietud, y trayendo consigo una ampolla de licor venenoso, derrama en mi oído su ponzoñosa destilación, la cual, de tal manera es contraria a la sangre del hombre, que semejante en la sutileza al mercurio, se dilata por todas las entradas y conductos del cuerpo, y con súbita fuerza le ocupa, cuajando la más pura y robusta sangre, como la leche con las gotas ácidas. [...] Así fue como, estando durmiendo, perdí a manos de mi hermano mismo, mi corona, mi esposa y mi vida a un tiempo».

Es verdad que Hamlet no es más que un personaje imaginario, pero este argumento no invalida que el beleño se usara incluso cuando acabó la caza de brujas. Entre 1643 y 1715 existieron, que conozcamos, tres famosas brujas francesas: la marquesa de Brinvilliers (1630-1676), la marquesa de Montespan (1640-1707) y Catherine Deshayes (1640-1680), más conocida como «La Voisin». Esta última llegó a regentar en Francia un lucrativo negocio de venenos, lugar al que acudían no pocas doncellas deseosas de enviudar o de granjearse nuevamente los favores de Luis XIV, como ocurrió con la marquesa de Montespan. Esta última vio cómo mademoiselle de La Vallière se convertía en la favorita de Luis XIV y enfermó de celos, lo que motivó que hiciese uso de los conocimientos de «La Voisin» para recuperar el favor del Rey Sol, con el que tuvo siete hijos reconocidos —hay quien apunta a que podría existir alguno más—. Lamentablemente, las prácticas oscuras de la Montespan salieron a la luz y muchos acabaron en la horca, ¡ella no! Eso sí, estas «brujas» eran más bien políticas, habida cuenta del interés con que se movían por la corte.

Entonces, ¿por qué denostamos la brujería y a todas aquellas mujeres que antaño la practicaban? Es cierto que una parte de esta práctica está plagada de supercherías y fantasías, pero también había hombres que la practicaban y apenas se les atacó. Hay una frase de la historiadora Lina Potter que me gusta mucho y que dice algo así como «en la Edad Media había solo cuatro cosas que una mujer podría ser, cinco como máximo: hija, esposa, madre, viuda y puta. Eso era todo. No había otros roles para ellas». Por eso me resulta estúpido obviar que con la aparición de la «brujería» las mujeres añadieron una nueva faceta, al papel de madre, esposa y cuidadora, se sumó el estudio autodidacta y el conocimiento de la farmacopea y medicina medieval. Gracias a estas pioneras, algo del conocimiento que hasta entonces era exclusivo de la Iglesia se filtró hasta las capas más populares. Ya solo por ese motivo, la labor de las brujas debe ser conocida, loada y respetada. Así pues, ¡que vivan las brujas! ¡Que vivan las mujeres científicas del medievo!

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