Al género femenino en particular, nos inculcan de forma implícita desde pequeñas, la idea de la complacencia, la obediencia ciega y el sacrificio personal en aras de la armonía externa. Y suele ser en la adultez cuando una se da cuenta de que está viviendo para todos menos para una misma. Las metas personales se quedan atrás, las opiniones se guardan en lo más profundo y la felicidad se desvanece en el afán de agradar a los demás.

El síndrome de la niña buena se manifiesta de muchas formas: la incapacidad para discrepar, la autoexigencia desmedida, el miedo a decepcionar, la represión de emociones legítimas como la rabia o la tristeza. Vivir con este síndrome es como caminar por la vida con un velo sobre los ojos, viendo el mundo a través de las expectativas ajenas en lugar de nuestras propias necesidades y deseos. Muchas veces, estas heridas de la infancia pueden afectar a nuestras relaciones en la adultez, ya sean personales, laborales, o incluso a la relación con nosotros mismos.
Un día, decidí poner fin a esa farsa. Me enfrenté a mis miedos, cuestioné mis creencias arraigadas y me comprometí a priorizarme a mí misma. No fue fácil. Desactivar los esquemas mentales oxidadas que me habían sido inculcados desde la infancia requería un esfuerzo consciente y valiente. Pero cada paso que daba hacia mi propia autonomía y autoestima era un paso hacia la libertad.
Aprendí que el opuesto a la niña buena no es la niña mala, sino la niña empoderada, aquella que se valora a sí misma, que eleva su voz sin miedo y que se niega a vivir según las expectativas de los demás. Aprendí a confrontar mis pensamientos autodestructivos, a validarme a mí misma y a establecer límites saludables en mis relaciones.
La terapia psicológica fue un pilar fundamental en este proceso de transformación. A través del diálogo interno y el trabajo en mi autoestima, fui desentrañando las capas de autoengaño y aprendiendo a amarme a mí misma por encima de todo. Descubrí que decepcionar a los demás a veces es inevitable, pero que nunca debe ser a expensas de mi propia felicidad y bienestar.
Hoy, puedo decir con orgullo que he dejado atrás el síndrome de la niña buena. Ya no vivo para complacer a los demás, sino para realizarme a mí misma. He encontrado mi voz, mi valía y mi poder interior, y no hay vuelta atrás. Porque al final del día, amarse y valorarse a uno mismo es la clave para una vida plena y satisfactoria. Y yo elijo priorizarme, elevar mi voz y vivir según mis propias reglas.