Como es imposible competir con este paisaje salvaje, la única opción ha sido integrarse completamente en él. Pura supervivencia estética. Delante de la casa, el mar, inmenso e imperturbable; detrás, las montañas rocosas y alrededor una vegetación frondosa acostumbrada a resistir a pesar de la salinidad del terreno. El interior contemporáneo de esta casa costera contrasta con el estilo colonial de la fachada.
Situada en un pintoresco e histórico pueblecito residencial, a media hora en coche desde Ciudad del Cabo, en Sudáfrica, esta casa de 380 metros cuadrados se pensó como un auténtico balcón abierto al océano. Desde la terraza se accede a la piscina y de esta, a través de una puerta y cruzada la carretera, directamente a la playa.
“Haré de este lugar mi auténtico hogar”
Antes de que sus propietarios, un arquitecto y su mujer economista, junto a sus dos hijas pequeñas, se trasladaran a vivir aquí, hubo que restaurarla y reparar suelos, techos y paredes. El anterior dueño alquilaba habitaciones por lo que la casa era oscura, laberíntica y húmeda.

Así pues, se tiraron tabiques para recuperar la amplitud de la estructura original, con sus altos techos abovedados, típicos de casa de recreo veraniego y señorial. No en balde, esta mansión está situada en lo que, en la zona, desde el siglo pasado, se conoce como la milla de los millonarios.
El nuevo proyecto fue respetuoso con elementos originales como los ventanales enmarcados con plomo, las magníficas chimeneas y estufas, los suelos de madera de arce y los arcos acristalados de medio punto que coronan muchas de sus puertas.

Todas las estufas, así como la chimenea que se ve al fondo, son originales de la casa. Los dueños remodelaron la planta baja, tirando paredes y redistribuyendo el espacio con el fin de conseguir un comedor y una sala de estar mucho más amplios. La mesa larga de madera de roble es un diseño propio y las dos sillas Tonet, con su característica torsión, así como el mueble azul decapado del rincón, se compraron en un anticuario local.

La casa tiene dos alturas. En el piso de abajo encontramos el comedor, la sala de estar, la cocina, un mirador y un jardín elevado, así como el estudio en el que el actual propietario pinta los óleos marineros que decoran escuetamente las paredes blancas.
Escalera arriba, tres habitaciones –la principal, la de las niñas y una para los invitados– y dos baños. Todas las estancias tienen amplias ventanas o celosías con vistas al mar. Un privilegio.

En la sala de estar, de paredes blancas y parqué natural de arce, se han conservado los marcos y las cristaleras de las ventanas que dan al jardín, así como los arcos de las puertas, las bóvedas y las molduras del techo. Los chandelier de hierro forjado y lágrimas de cristal ya estaban en la casa cuando los actuales propietarios la compraron.

El sofá en ele, ancho, blanco e impecable, es casi una proeza en una casa en la que hay perros, que, como siempre, esperan pacientes algún tipo de recompensa.
El diálogo con el paisaje y la fe que sus habitantes profesan hacia el minimalismo, se traduce en coherentes muros encalados en blanco y en estos espacios abiertos, casi orgánicos, en los que siempre, a pesar de esa afición a la austeridad monacal, encontramos algún detalle cálido.

(Hablemos, pues, de minimalismo confortable) como un diván repleto de almohadones en el que recostarse junto a una glorieta, una estufa en la que calentarse en invierno y un perro al que pedir, por favor, que se baje del sofá.
No hay peligro de que este horizonte marítimo, que haría las delicias románticas de Turner, te engulla porque, cuando menos te lo esperes, tropezarás con el juguete desordenado de una niña o alguien te invitará a sentarte alrededor de la mesa de madera maciza de la cocina para disfrutar de una taza de té y charlar.